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Una misa dominical, un templo, en la que se encuentran personas que dejan claro que no tienen formación cristiana y van muy arreglados para ir a un “banquete” o una “celebración
posterior”…
Previamente a la consagración, el sacerdote
celebrante advierte que llega el momento culminante de esta ceremonia, por el
cual Dios baja para estar presente entre nosotros, ocasión para compartir el
Cuerpo de Cristo y su Sangre, y que debemos actuar con el respeto necesario (para evitar posible debate teológico, no son
palabras textuales).
Y comienza el rito de consagración; yo estoy en
los últimos bancos y, porque todo ello está en mi campo de visión, contemplo la
siguiente escena:
La mayoría de los que participamos en la
eucaristía, nos arrodillamos, pero los que asisten en los primeros bancos como “invitados”,
demostrando su nula formación cristiana, con cierta indiferencia en su postura
(incluso girando la cabeza hacia los lados o hablando levemente), se mantienen
de pie, como si no fuera con ellos o no quisieran estropear sus modelitos (hablo de hombres y mujeres, no ancianos,
sino jóvenes y algún adulto de mediana de edad; si fueran personas de avanzada
edad, se podría decir que no pueden arrodillarse).
“Pero eso es algo normal”, puede estar
pensando quien lee este texto… Y es cierto, sí… Pero lo grande y lo hermoso, lo
impactante, conmovedor y estremecedor, viene ahora.
Mientras esas personas, jóvenes, imagino que
con estudios y hasta con carreras universitarias, bien vestidas y
emperifolladas, permanecen de pie, justo delante de mí, en el banco anterior,
un joven que, por sus rasgos faciales, mostraba ser síndrome de Down,
permanecía arrodillado desde que comenzó este rito, y no sólo se conformaba con
eso si no que, estando arrodillado, le hacía gestos al hombre que tenía al lado
(elegantemente vestido, presupongo que
familiar suyo), indicándole con el índice derecho que se arrodillara
también. El hombre declinó, aunque el joven lo intentó dos veces, llamando su
atención levemente.
Me rindo, una vez más en mi vida, ante la
grandeza de la sencillez, frente a la imagen, el orgullo o la prepotencia.
Cuántas benditas almas sencillas nos faltan (y no hablo de cuestiones genéticas, sino en general), frente a
cuestiones estéticas, falta de formación, egoísmo, orgullo e hipocresía,
vanidades varias.
Me estremecí viendo todo aquello, porque aunque
yo estaba participando de la Eucaristía, siguiendo el ritual, podía ver a la
vez al Señor, a los que se arrodillan fielmente, a los que no se arrodillan (por los motivos que sean), y aquel que,
humildemente, se arrodillaba e invitaba a arrodillarse.
Que Dios le siga bendiciendo con mucha fuerza a
aquel que evangeliza con el corazón, desde la sencillez de su vida y también a
todos los fieles, y dé mucha luz a todos aquellos que, aun teniendo la
oportunidad en la propia eucaristía, no son para ver al Señor en sus vidas.
Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios (Mateo 5,8).